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SEDA (breve reescritura desfragmentada)

Era, por lo demás, uno de esos hombres que prefieren asistir a su propia vida y consideran improcedente cualquier aspiración a vivirla. Habrán observado que son personas que contemplan su destino de la misma forma en que la mayoría acostumbra contemplar un día de lluvia.

Había llegado a la conclusión de que el problema no podía ser resuelto, sino que debía ser evitado.

Tenía un montón de cosas que contar. Pero lo que le dijo Baldabiou, cuando se quedaron solos fue

-Hablame de los delfines.

Era como tener la nada entre los dedos.

Los productores de seda de Lavilledieu eran, quien más quien menos, gente de bien, y nunca habrían pensado en infringir ninguna de las leyes de su país. La hipótesis de hacerlo en la otra punta del mundo, sin embargo, les pareció razonablemente sensata.

Aquella muchacha continuaba mirándolo con una violencia que imponía a cada una de sus palabras la obligación de sonar memorables.

Vio a su mujer que corría a su encuentro y notó el perfume de su piel cuando la abrazó, y el terciopelo de su voz cuando le dijo

-Has vuelto

Dulcemente

-Has vuelto.

Tenía los labios entrecerrados, parecía la prehistoria de una sonrisa.

Nadie parecía verlo y nada parecía ver él. Era un hilo de oro que corría recto en la trama de una alfombra tejida por un loco.

La amó durante varias horas, con movimientos que nunca había hecho, dejándose enseñar una lentitud que desconocía.

Abandonaron la pequeña villa con añoranza, puesto que habían llegado a sentir, entre aquellos muros, la suerte de amarse.

Tenía tras de sí un camino de ocho mil kilómetros. Y delante de él la nada. De repente vio algo que creía invisible.

El fin del tiempo.

Había quien decía: Tiene algo dentro, una suerte de infelicidad.

-Ni siquiera llegué a oír nunca su voz.

Y al cabo de un momento.

-Es un dolor extraño.

En voz baja.

-Morir de nostalgia por algo que no vivirás nunca.

Era sorprendente pensar que, por el contrario, eran signos, es decir: cenizas de una voz quemada.

no abras los ojos y tendrás mi piel.

hasta que al final te bese en el corazón, porque te deseo, morderé la piel que late sobre tu corazón

Lo que era para nosotros lo hemos hecho, y vos lo sabés. Creeme, lo hemos hecho para siempre. Preservá tu vida resguardada de mí. Y no dudes un instante, si fuese útil para tu felicidad, en olvidar a esta mujer que ahora te dice, sin añoranza, adiós.

De vez en cuando, en los días de viento, Hervé Joncour bajaba hasta el lago y pasaba horas mirándolo, puesto que, dibujado en el agua, le parecía ver el inexplicable espectáculo, leve, que había sido su vida.

No estaba hecho para las conversaciones serias. Y un adiós es una conversación seria.

¿Sabe Señor?, yo creo que ella hubiera deseado, más que cualquier cosa, ser aquella mujer. Usted no puede comprenderlo. Pero yo la oí leer aquella carta. Yo sé que es así.

Él narraba despacio, mirando en el aire cosas que los demás no veían.

El resto de su tiempo lo consumía en una liturgia de costumbres que conseguía preservarle de su infelicidad. De vez en cuando, en los días de viento, bajaba hasta el lago, y pasaba horas mirándolo, puesto que, dibujado en el agua, le parecía ver el inexplicable espectáculo, leve, que había sido su vida.

 

Acerca de Marcelo Ekman

Psicólogo, mindhunter, casi músico aficionado, melómano invencible, muy hincha de Boca, apasionado por todo lo que hace racional a este mundo, curioso por la irracionalidad del mundo.

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